Cuando
soy honesto y sincero, admito que soy un manojo de paradojas. Creo y
dudo, espero y desespero, amo y odio, me siento mal por sentirme
bien, me siento culpable por no sentir culpa. Soy confiado y
desconfiado. Soy sincero, pero igualmente, a veces doy vueltas y
juego un poco. Aristóteles dice que soy un animal racional. Yo digo
que soy un ángel con una increíble capacidad para llenarme de
cerveza.
Vivir
por gracia significa reconocer la historia de mi vida, completa, con
sus lados oscuros además de los brillantes. Al aceptar mi lado
oscuro aprendo a saber quien soy y lo que significa la gracia de
Dios. Como dice Thomas Merton: “Un santo no es quien es bueno, sino
quien vive la bondad de Dios”.
El
evangelio de la gracia anula nuestra adulación a los evangelistas
por televisión, las superestrellas carismáticas y los héroes de
nuestras iglesias locales. Elimina la teoría de las dos clases de
ciudadanos que sostiene y opera en tantas iglesias locales
americanas. Porque la gracia proclama la impactante verdad de que
todo es regalado. Todo lo bueno es nuestro, no por derecho, sino a
causa de la abundante generosidad de un Dios de gracia. Y aunque
habrá mucho que hayamos ganado con esfuerzo (un título
universitario, nuestro salario, nuestra casa, una cerveza y una noche
de un buen dormir) todo esto es posible sólo porque se nos ha dado
tanto: la vida misma, ojos que ven, manos que tocan, una mente para
pensar, un corazón que late con amor. Se nos ha dado a Dios en el
alma y a Cristo en la carne. Tenemos el poder de creer, cuando otros
niegan, de tener esperanza, cuando otros desesperan, de amar, cuando
otros hieren. Esto y tantas otras cosas son un regalo; no son
recompensa a nuestra fidelidad, a nuestra disposición generosa, a
nuestra heroica vida de oración. Hasta nuestra fidelidad es un
regalo: “Si nos volvemos a Dios, eso en sí mismo es un regalo de
Dios” dice Agustín. Al conocerme a mí mismo, veo que Jesucristo
me ama profundamente, y que no he hecho nada para ganar ni merecer su
amor”.
Brennan Manning.
El evangelio de los andrajosos.
pags. 24-25